Esposo y padre, por un lado, amante secreto de muchachos por otro, Oscar Wilde (1854-1900) pasó en poco tiempo de ser invitado a las fiestas más exclusivas a vivir en prisión. Todo parece indicar que, al tratarse de una figura pública en la cima de su popularidad, la justicia quiso dar un escarmiento.
En aquellos momentos, el dramaturgo tenía dos obras en cartel, una de ellas La importancia de llamarse Ernesto. Esta comedia contenía guiños y alusiones que solo se entendían en los círculos gais de Londres. Ernest es un nombre masculino que suena muy parecido a earnest, “homosexual” en el argot utilizado en determinados ambientes de la época.
En 1885 se había aprobado la Enmienda Labouchère, que convertía en delito la “indecencia grave entre dos varones”. Es decir, ya no era necesario demostrar que se hubiera completado el acto sexual; bastaba con que hubiera testigos de una conducta que al juez le pareciera indecente.
Wilde defendió el amor homosexual como el más noble de todos, pero su relación con Alfred Douglas fue un romance desenfrenado y tempestuoso. Alfred (o Bosie, como lo llamaban sus amigos) exprimía económicamente a Wilde. Lo animaba constantemente a derrochar para costear sus lujosos caprichos. Y si Wilde le llevaba la contraria en lo más mínimo, le montaba terribles pataletas. Mientras tanto, los dos amantes se dejaban ver en público constantemente.

Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas (Bosie), 1894
La situación se complicó cuando intervino el padre de Bosie, el marqués de Queensberry, decidido a separarlos a cualquier precio. Los perseguía por los restaurantes que frecuentaban, les armaba escenas y difundía rumores. Un día, el aristócrata se presentó en el club de caballeros que frecuentaba el escritor y le dejó una nota en cuyo sobre escribió: “Para Oscar Wilde, que alardea de sodomita”. El escritor consideró que aquella situación era intolerable y decidió demandar al marqués de Queensberry por difamación.
Al principio, la suerte parecía sonreír al dramaturgo. Detuvieron al marqués, Wilde ganó la vista preliminar y los dos amantes lo celebraron con un viaje a los casinos de Montecarlo. Entretanto, los abogados del marqués recorrieron los bajos fondos de Londres a la caza de todos los jóvenes que se habían acostado con el escritor.
Finalmente, el jurado determinó que el marqués de Queensberry no había difamado a Oscar Wilde. Ahí fue donde empezó la pesadilla. Ahora que el marqués tenía un veredicto a favor y testigos incriminatorios, presentó toda su documentación ante la fiscalía. Así fue como Oscar Wilde acabó sentado en el banquillo, en un proceso humillante para él y para toda su familia.
Obligados a pagar las costas del juicio anterior y las minutas de los abogados, los Wilde se quedaron sin nada. Tuvieron que dejar la casa y subastarlo todo a precio de saldo. Incluso se cambiaron el apellido para evitar la vergüenza. Los descendientes actuales de Oscar Wilde se apellidan Holland.

Constance Lloyd, esposa de Wilde, y Cyril, su hijo
Para profundizar en este proceso y lo que se derivó de él, Isabel Margarit y Ana Echeverría Arístegui recomiendan la correspondencia de Wilde, reunida por su nieto, Merlin Holland, en Oscar Wilde. Una vida en cartas (Alba, 2005). La transcripción precisa de todos los juicios se encuentra en El marqués y el sodomita: Oscar Wilde ante la justicia, también de Holland (Papel de Liar, 2008). En 2018 se publicó en inglés la que hasta ahora es la biografía definitiva: la de Matthew Sturgis, titulada Oscar: A Life (Head of Zeus).
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