Apenas estuvo medio año, pero su presencia sobrevuela la comarca como los espectros de sus Leyendas. Ya sea como lugar de peregrinación para sus seguidores o como simple reclamo turístico, los lugares que recorrió Gustavo Adolfo Bécquer durante su estancia en el monasterio de Veruela, descritos en sus cartas Desde mi celda (recomendable la edición de Cátedra a cargo del catedrático Jesús Rubio Jiménez) y pintados por su hermano Valeriano, han sido reinterpretados hasta formar un paisaje cultural con una poderosa carga simbólica, estética y mítica.
Gustavo Adolfo llegó a Veruela a finales de 1863. No se sabe si lo hizo solo, como relata en su evocadora primera carta (en tren desde Madrid a Tudela, en diligencia hasta Tarazona y en mula hasta el monasterio) y confirma su más reciente biógrafo, Joan Estruch Tobella (Cátedra, 2020); o acompañado de su hermano Valeriano, como asegura Manuel Martínez-Forega en su guía literaria sobre los Bécquer El pincel y la pluma (Fundación Tarazona, 2024). En el primer caso, su familia (su esposa y su primer hijo), así como la de su hermano, ya se encontrarían en el monasterio; en el segundo, se habrían incorporado en primavera.
¿Por qué se trasladó el poeta sevillano, que trabajaba como periodista en Madrid, a un monasterio tan apartado de la capital, en una zona fría de montaña, en pleno invierno? De nuevo, no está claro. Se sabe que fue por razones de salud, aunque no se conoce con certeza la enfermedad.
Lo más probable es que padeciera una afección pulmonar, como la tuberculosis, ya que el aire puro, seco y frío, como el que sopla desde las nevadas cumbres del Moncayo, era el recomendado para este tipo de dolencias. De hecho, en el cercano paraje de Agramonte, en las faldas de la montaña, se fundaría en la década de 1930 un sanatorio antituberculoso (hoy convertido en un lugar frecuentado por los amantes de lo paranormal).

El sanatorio de Agramonte en la actualidad
Sin embargo, también hay indicios de que pudo haber contraído una enfermedad venérea, posiblemente sífilis: “Una mujer me ha envenenado el alma, otra mujer me ha envenenado el cuerpo; ninguna de las dos vino a buscarme, yo de ninguna de las dos me quejo”, escribió en una de sus rimas. El estigma que suponía esa enfermedad quizá explique por qué decidió refugiarse en ese “oscuro rincón” del que habla en sus cartas, y no en la madrileña sierra de Guadarrama, igual de idónea que la del Moncayo para tratar la tuberculosis, pero mucho más cercana.
Hay más hipótesis para explicar esa elección. El monasterio cisterciense de Veruela, fundado en el siglo XII, había sido desamortizado en 1835. Unos años más tarde se abrió como hospedería, transformándose en un atractivo lugar de veraneo para la burguesía zaragozana que quería huir del calor abrasador de la capital del Ebro y disfrutar de un entorno propicio para las ensoñaciones medievalistas –tan en boga en la época– y los paseos en la naturaleza.

Interior del monasterio de Veruela
Uno de esos visitantes fue el también periodista y poeta Augusto Ferrán. Gran amigo de Bécquer, Ferrán pudo haber recomendado a Gustavo Adolfo el monasterio como un lugar de retiro adecuado, tanto para mejorar su salud como para estimular su imaginación literaria.
Una última hipótesis sostiene que Gustavo pudo haber elegido Veruela por su proximidad a Noviercas, un pueblo de la vertiente soriana del Moncayo donde residían los padres de su esposa, Casta Esteban Navarro. El hecho de que el suegro del poeta fuera médico especialista en enfermedades venéreas ha alimentado esta conjetura.
Retiro forzoso
Tal como se desprende del contenido de sus cartas Desde mi celda –publicadas en el diario El Contemporáneo, donde trabajaba Bécquer– y de los retratos que le hizo su hermano Valeriano, quien lo acompañó durante su estancia en Veruela, la permanencia de Gustavo Adolfo en el monasterio fue más por obligación que por placer, por necesidades terapéuticas más que espirituales. Aunque admiró la “melancólica belleza” de la abadía y su entorno, de los que extrajo gran provecho literario, el poeta vivió aquella etapa como una suerte de destierro, una desconexión forzosa respecto de la vida agitada de la capital.
A este respecto, hay un célebre pasaje en la segunda carta que resulta muy revelador. Bécquer relata como “todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid”. El escritor espera “una o dos y a veces hasta cuatro horas” la llegada del cartero sentado en la escalinata de la Cruz negra de Veruela.

Cruz negra de Veruela, según un grabado de Valeriano Bécquer
La cruz, que todavía existe (aunque es una reconstrucción realizada en 2007 tras haberle caído un árbol encima), se ha convertido en uno de los símbolos becquerianos por excelencia. A ello contribuyó también el evocador grabado que realizó Valeriano Bécquer de la entrada del monasterio, con la cruz en primer término.
Precisamente desde esa cruz parte una popular ruta senderista, cuidadosamente señalizada e interpretada mediante paneles informativos, que reproduce un itinerario que seguramente recorrió Bécquer durante sus habituales paseos matinales por los alrededores del monasterio. La ruta llega hasta Trasmoz, un pueblo distante unos cuatro kilómetros de Veruela que está muy presente en los escritos del poeta.
Un pueblo “maldito”
Antes de que Bécquer, “andando a la casualidad por entre estos montes”, llegara a este “pueblecillo cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto”, y plasmara las sensaciones que le transmitió su visita en su renombrada tercera carta –considerada por los especialistas la más notable, desde el punto de vista literario, de las nueve que escribió–, el municipio de Trasmoz ya tenía una larga tradición como lugar maldito y brujeril.

Castillo de Trasmoz y el Moncayo al fondo
En el siglo XIII se produjo un conflicto entre el señorío de Trasmoz y el monasterio de Veruela por la explotación forestal de un monte cercano. Como resultado de la disputa, y considerando que el noble se encontraba también implicado en un proceso judicial por falsificación de moneda, el abad del poderoso centro cisterciense, que ejercía dominio sobre gran parte de la región exceptuando dicho señorío, logró que el arzobispo de Tarazona excomulgara al señor feudal de Trasmoz.
Tiempo después, a principios del siglo XVI, existe constancia de que las tensiones entre ambas partes reaparecieron (probablemente estas nunca se resolvieron por completo). Esta vez fue a raíz del uso de las aguas del río Huecha. La justicia falló a favor del señor de Trasmoz, Pedro Manuel de Urrea, conocido además por haber sido un destacado poeta y dramaturgo.
En respuesta a la sentencia, el abad de Veruela, Pedro Ximénez de Embún, promovió una campaña de descrédito contra Urrea, propagando rumores acerca de supuestas prácticas de brujería en sus dominios y estigmatizando al pueblo como un lugar maldito cuyos habitantes habían sido excomulgados.
‘True crime’ becqueriano
Cuando, siglos después, Bécquer visitó Trasmoz, la leyenda negra que rodeaba al pueblo debía de seguir muy viva en la memoria colectiva de la región (actualmente, todas esas fábulas sobre brujas y maldiciones se explotan como reclamo turístico en el pueblo, dándolas por verídicas). Tal vez por ello, en la carta sexta, el poeta cuenta la historia de una de esas supuestas brujas: la tía Casca.
Partiendo de la tradición oral local y combinando elementos de ficción y realidad, Bécquer narra el linchamiento y asesinato de esta mujer, acusada de hechicería por parte de sus vecinos. Lo cierto es que la “tía Casca” pudo haber existido. Algunas fuentes sugieren que podría tratarse de Joaquina Bona Sánchez, una mujer, conocida por ser curandera, que falleció en 1860 sin “recibir los Santos Sacramentos por su repentina muerte”, según consta en los libros parroquiales.

Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer
¿Construyó Bécquer el relato a partir de estos datos? ¿Le contó la historia algún lugareño, como narra en la carta? La “tía Casca” pudo haber sido real, pero no hay constancia de que fuera asesinada (ni de que fuera bruja). No existe ningún proceso judicial que lo atestigüe ni apareció noticia alguna en “los periódicos de Zaragoza”, como Bécquer escribe en su carta para dotar de verosimilitud a la historia.
La carta sexta, al igual que la séptima (dedicada a la fabulosa construcción del castillo de Trasmoz por un hechicero) y la octava (a la proliferación de la brujería en dicho enclave), se aproxima más al estilo de sus célebres leyendas, en particular a las dos que ambientó en la zona del Moncayo, El gnomo y La corza blanca, que a la crónica personal y de viajes de las anteriores.
Como vemos, realidad y leyenda se mezclan a través de los escritos del poeta. Quizá, como señala Ángel Gari Lacruz (La brujería en Aragón, 1981), lo más razonable sea pensar que “si las brujas de Trasmoz son las más conocidas de Aragón, es porque Bécquer escribió sobre ellas”.