Por qué los multimillonarios tecnolibertarios consideran “idiotas” a la mayoría de personas

Vanguardia Dossier

Yendo a los principios ideológicos del libertarismo, este ha existido en coaliciones con otras fuerzas de la derecha (y en ocasiones de la izquierda) y el tecnolibertarismo no es más que la última de esas coaliciones

FILE - Elon Musk holds up a chainsaw he received from Argentina's President Javier Milei, right, as they arrive to speak at the Conservative Political Action Conference, CPAC, at the Gaylord National Resort & Convention Center, Feb. 20, 2025, in Oxon Hill, Md. (AP Photo/Jose Luis Magana, File)

Elon Musk junto al presidente argentino Javier Milei en 2025 

Jose Luis Magana / Ap-LaPresse

El libertarismo como ideología surgió a mediados de siglo XX: pedía un aparato público más reducido, una política económica de laissez-faire y un Estado que, como escribiría Robert Nozick en la década de 1970, fuera “la mejor situación anárquica que cupiera razonablemente esperar”. O, como diría más tarde de forma más drástica el activista antifiscal Grover Norquist, se trataba de reducir el gobierno “al tamaño en el que podamos ahogarlo en una bañera”. Por un lado, surgió como reacción al fortalecimiento del Estado tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Por otro, fue también a todas luces un cambio de imagen, el sucesor de diversos movimientos conservadores precedentes obligados a reinventarse tras la Segunda Guerra Mundial. Eran capitalistas del laissez-faire decepcionados con el Estado intervencionista creado por el new deal de Franklin Delano Roosevelt.

Sin embargo, el rechazo a la intervención estatal chocaba con el hecho de que el Estado estadounidense de mediados de siglo estaba involucrado en una amplia gama de actividades. Esos libertarios pudieron así elegir a qué actividades en concreto se oponían más. O, dicho de otra manera, muchos grupos de la derecha pudieron replantear sus impulsos como fundamentalmente libertarios: los defensores de los “derechos de los estados” en la segregación racial pudieron recurrir a la idea de que el Gobierno federal les dictaba la política social por encima de sus particularidades locales; los grupos partidarios del “Estados Unidos primero” que se habían convertido en parias políticos tras intentar más o menos que Estados Unidos cediera ante la Alemania nazi pudieron reinventarse como un movimiento que se oponía a las aventuras exteriores y al complejo militar-industrial. El libertarismo surgió así como un resplandeciente entramado de alianzas.

El fusionismo

La primera alianza importante en la que entraron los pensadores del libertarismo fue el “fusionismo”. A principios de la década de 1950, William F. Buckley y otros colaboradores de su National Review trataron de aglutinar una amplia coalición de movimientos conservadores: quisieron fusionar el tradicionalismo (que, en Estados Unidos, era a menudo sinónimo de segregación), el conservadurismo social (es decir, el conservadurismo cristiano) y el libertarismo. Dicha fusión resultó con frecuencia incómoda, incluso en aquel momento: el proyecto fusionista era anticomunista en su esencia, lo que parecía requerir el tipo de intervenciones extranjeras y acciones gubernamentales agresivas a las que los ultralibertarios se oponían de modo ostensible. Los lectores de Ayn Rand, cuyo “objetivismo” era agresivamente antirreligioso, hicieron causa común con valores a los que se oponían los conservadores, por ejemplo, el aborto. Más tarde, en la década de 1980, el teórico anarcocapitalista Murray Rothbard aunó un llamamiento al libre mercado con una alianza con el conservadurismo cultural, al tiempo que rechazaba el proteccionismo paleoconservador.

Cabe considerar la “ideología californiana” descrita en 1995 por Richard Barbrook y Andy Cameron como una fusión más de ese tipo. La mentalidad de Silicon Valley, según propusieron Barbrook y Cameron, combinaba en realidad dos cosas: la contracultura y la ideología libertaria. Describieron la ideología californiana como “la ortodoxia híbrida de la época de la información”: “una mezcla contradictoria de determinismo tecnológico e individualismo libertario”.

La inspiración de Ayn Rand inspiró un buen número de políticas y políticos

La inspiración de Ayn Rand, en el centro, ha inspirado a un buen número de políticas y políticos 

Archivo

Es importante señalar, como ha hecho Fred Turner, que esta fusión no era tan extraña como podría parecer a primera vista. La versión californiana de la contracultura era antisistema, pero ante todo antigobierno. Bajo la impronta de la guerra de Vietnam, el enemigo parecía ser el Estado más que los negocios, y estos ofrecían la posibilidad de estructuras organizativas menos jerárquicas y más horizontales.

Muchos de los hippies se pasaron al sector privado con la esperanza de que pudiera funcionar como contrapeso. Tomemos, por ejemplo, un proyecto del Instituto Esalen, influido por ellos: en 1982, Steve Wozniak, cofundador de Apple, ayudó a establecer la primera comunicación por satélite entre la URSS y EE.UU., un festival de rock. La idea era aprovechar la tecnología para sortear a los gobiernos de ambos países y crear un cauce para la diplomacia ciudadana. Esa era la esperanza: que los ciudadanos particulares, gracias al talento tecnológico, pudieran lograr lo que los gobiernos parecían incapaces de arreglar o no estaban interesados en hacerlo.

Terreno internet

El tecnolibertarismo en sí comenzó a consolidarse a mediados de la década de 1990. Los primeros precursores de internet habían estado muy centralizados y bajo el control del gobierno y las grandes empresas. Sin embargo, la aparición de las redes distribuidas en la década de 1980 abrió la posibilidad de un terreno mucho más nivelado: un eclipse de los custodios tradicionales, una erosión de las autoridades establecidas en favor de lo que se llamaría inteligencia de enjambre, crowdsourcing o sencillamente individualidad audaz e independiente. En un inicio, el tecnolibertarismo dio especial importancia a la aparición de la web mundial, pero más tarde se entusiasmó por otras tecnologías en red como el blockchain.

En la medida en que se ha opuesto a los esfuerzos estatales, el libertarismo de Silicon Valley ha asumido e intensificado una de las contradicciones centrales del pensamiento libertarista. Como ha señalado el filósofo Jason Stanley, el libertarismo estadounidense tiene un sentido muy fuerte de qué estado natural debería restaurarse si se redujera la interferencia de los gobiernos (y en algunos casos de la sociedad civil). Se trata de un mundo en el que los hombres blancos estarían naturalmente en la cúspide, en el que las mujeres volverían naturalmente a sus roles domésticos. En otras palabras, detrás de la alergia a las jerarquías socializadas o artificiales se esconde con mucha frecuencia la creencia en unas jerarquías naturales y dadas por Dios, una creencia de corte abiertamente fascista.

Peter Thiel y Elon Musk, en una imagen de archivo de 1999, cuando se unieron para impulsar PayPal

Peter Thiel y Elon Musk, en una imagen de archivo de 1999, cuando se unieron para impulsar PayPal 

AP

El tecnolibertarismo también se ha ajustado a la perfección a la clase de aislamiento social que acompañó al éxito de Silicon Valley a principios de la década de 2000. En especial, entre la mafia de PayPal (un grupo de fundadores e inversores iniciales ultrarricos que incluye a personas como Peter Thiel y Elon Musk), el tecnolibertarismo se ha fusionado con un culto muy concreto a la victimización y un pronunciado elitismo. Esos multimillonarios pueden ser populistas en sus impulsos, pero también son elitistas. Consideran idiotas a la mayoría de las personas con las que se reúnen e interactúan. Su hiperindividualismo es, por lo tanto, un individualismo solo para ellos y para personas como ellos: es el individualismo del terrateniente o del paterfamilias.

Otra contradicción surgió de la disonancia cognitiva a medida que la alta tecnología se convertía en un gran negocio y en una forma de lo que llegaría a conocerse como “liderazgo intelectual”. En Estados Unidos, suele bromearse con el elemento de autoengaño existente en muchas posturas libertaristas: jóvenes lectores de Ayn Rand que hablan de autosuficiencia mientras conducen un coche que les compraron sus padres. Con una tendencia a subrayar ciertas formas de dependencia y socialización mientras excluye otras acerca de las cuales considera que son naturales o que no vale la pena hablar: así se ha convertido Silicon Valley en el gigante que es hoy.

Según su propia imagen durante gran parte del siglo XXI, esas compañías representan una ruptura decisiva con el pasado. Se consideraban rebeldes insurgentes, una forma nueva y disruptiva de capitalismo, capaz de ganar dinero y, al mismo tiempo, hacer del mundo un lugar mejor. La imagen que tienen de sí mismas es errónea por partida doble: hace tiempo que sabemos lo vacuas e instrumentales que son sus promesas; y no hay que olvidar tampoco las hondas raíces que tienen esas empresas en el capitalismo de Estado estadounidense.

Las ‘family offices’

Silicon Valley surgió gracias al dinero del Departamento de Defensa tras la Segunda Guerra Mundial. Su moderno sistema de capital de riesgo se desarrolló cuando un rector de Stanford trasladó a Palo Alto family offices, es decir, oficinas de inversión para la clase plutocrática de Estados Unidos. Y Silicon Valley se convirtió en una obsesión mediática al tiempo que las promesas de los mercados inmobiliarios y financieros estadounidenses empezaban a convertirse en pesadillas. Por supuesto, nada de todo esto supone necesariamente que una persona que trabaja en dicho sector no pueda decidir que adopta una filosofía de independencia radical. Aunque sí que introduce ciertos puntos ciegos analíticos. Silicon Valley es profundamente alérgico a la idea de que no es más que una extensión de las turbulencias del capitalismo financiero estadounidense y de la capacidad estatal para la violencia. El tecnolibertarismo es esa alergia convertida en neurosis.

Los tecnolibertarios se consideraban rebeldes insurgentes, una forma nueva y disruptiva de capitalismo, capaz de ganar dinero y, al mismo tiempo, ‘hacer del mundo un lugar mejor’

Tales puntos ciegos se han agudizado con el paso del tiempo y a medida que el tecnolibertarismo ha ido saliendo de los confines de regiones y sectores específicos. Ya hace diez años era posible encontrar empleados de (entonces) Facebook o (entonces) Twitter hablando de sus productos con mucha más sensatez y mucha menos arrogancia que los políticos de los partidos liberales de toda Europa, que parecían dispuestos a adoptar cualquier moda pasajera siempre que perjudicara a los sindicatos y al Estado administrativo. Y así el genio se escapó de la lámpara: el tecnolibertarismo se convirtió en una postura que se podía adoptar sin saber nada de tecnología. Sus promesas importaban mucho menos que el daño que se podía causar con él.

Tecnolibertarismo contradictorio

Para ver hasta qué punto el tecnolibertarismo representa otra vez un conjunto específico de fusiones o coaliciones, vale la pena observar el desarrollo de la red mundial. Como ha demostrado la investigadora de Stanford Becca Lewis, el proselitismo inicial de internet combinó un alegato en favor del anarquismo tecnológico (el ciberpunk que navega por el ciberespacio) con un alegato en favor de la autoridad estatal (la superautopista de la información, una metáfora que se basaba en algunos de los monumentos estadounidenses más visibles y duraderos a la inversión y el control estatales) e incluso del conservadurismo de los valores patriarcales. Cruzados antifeministas como George Gilder se reconvirtieron en futuristas pro internet en la década de 1990, y sostuvieron que internet reuniría a la familia nuclear en torno al “ordenador familiar”, permitiría la educación de los niños fuera de las instituciones educativas y que la madre pudiera trabajar desde casa, tal y como Dios había querido.

Al final, el tecnolibertarismo nos ha dado personajes como Elon Musk. Un hombre que se declara “absolutista de la libertad de expresión” y al mismo tiempo controla con puño de hierro lo que se dice en la plataforma de redes sociales de la que es dueño hasta el punto de prohibir la palabra cisgénero. Alguien que parece pensar que los gobiernos y las leyes son anticuados, pero que con frecuencia responde diciendo que las personas que denuncian sus actividades o las de sus amigos “han infringido la ley”. Alguien que ha inventado castillos en el aire, como el Hyperloop (transporte por un tubo casi al vacío), con el único fin de poner de manifiesto su falta de fe en el aparato del Estado, pero cuyas empresas funcionan en gran medida gracias a las generosas ayudas públicas. No es en absoluto casual que muchas compañías de un sector que había surgido de una sana desconfianza en el gobierno acabaran adoptando el Führerprinzip.

Max Stirner tiene en su ensayo El único y su propiedad publicado en 1844 una frase famosa: “Nuestros ateos son gente piadosa”. Es importante señalar que, de un modo similar y a pesar de la concepción que tienen de sí mismos, nuestros tecnolibertarios creen con firmeza en ciertas tradiciones, ciertas jerarquías, ciertas vacas sagradas. Es la razón por la cual Elon Musk, Peter Thiel y otros están tan obsesionados con la “cultura de la cancelación”; la razón por la cual esa clase de los multimillonarios tecnológicos (que, aunque no es particularmente de izquierdas, vive en una de las zonas más izquierdistas de Estados Unidos) ha vivido el #MeToo y el “Black Lives Matter” como una afrenta. Están profundamente apegados a las ficciones de su propio mérito. Según ellos, el sistema que los ha producido, sea cual sea, está basado en el esfuerzo y el mérito individuales; y el sistema que genera resistencia o críticas contra ellos, sea cual sea, constituye un pensamiento de grupo ilegítimo y peligroso. No se trata tanto de una incoherencia como del fundamento de todo. La fría e inflexible lógica del mercado para los otros, pero la cálida cuna de la protección establecida para uno mismo.

Adrian Daub es profesor de la Universidad Stanford y autor de ‘What Tech Calls Thinking: An Inquiry into the Intellectual Bedrock of Silicon Valley’

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