* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Hace treinta años que emigré a los Estados Unidos desde Murcia, mi ciudad natal, y quince desde que me convertí en ciudadano norteamericano. Por desgracia, ser portador de ese codiciado pasaporte azul y aguileño ya no me garantiza que el gobierno de Trump, si así lo decide, pueda deportarme usando cualquier excusa, como, por ejemplo, ser el autor de este artículo. Es algo improbable hoy en día, pero ¿y mañana?
Vivo confiado en que no me deportarán hoy porque mis “papeles” están en regla, lo que me diferencia de los millones de inmigrantes indocumentados que Trump ha ordenado “cazar” y expulsar de Estados Unidos. Esa presunción, sin embargo, se tambalea tras presenciar cómo sus instituciones migratorias han expatriado ya a miles de extranjeros que tenían residencia legal, así como a otros que estaban en proceso de adquirirla o a la espera de recibir asilo. Y lo más estremecedor es que, amparados bajo la desfasada ley Alien Enemies de 1798, han realizado estas expulsiones sin que los afectados reciban una explicación o un proceso judicial legítimo.
Esta incertidumbre sobre quién es “deportable” ha desatado el pánico en Los Ángeles, ciudad en la que resido, y donde los inmigrantes componen un tercio de su población. Muchos de ellos no se atreven a salir a la calle o acudir a sus empleos, temerosos de toparse con los energúmenos de ICE —la versión macarra de la Gestapo— quienes, desde hace semanas, asaltan con impunidad domicilios, negocios, granjas, refugios, incluso iglesias, en busca de “ilegales” con los que cumplir su cuota de 1500 arrestos diarios. Para ello cuentan con la ayuda de los intimidantes soldados de la National Guard y de los Marines, quienes, armados con rifles y equipamiento antidisturbios, patrullan nuestras calles como si fuera una zona de guerra.

La policía monta guardia mientras los manifestantes marchan por el centro de Los Ángeles, en las protestas que se iniciaron tras una serie de redadas migratorias que comenzaron el viernes 11 de junio.
Por ahora, como dije, no pertenezco a ese grupo de “deportables”, pero ¿qué ocurriría si mañana decido visitar España y, a mi regreso a los Estados Unidos, un agente de inmigración del aeropuerto escudriña mi teléfono o mi ordenador? Es posible que descubra entonces que soy el autor de este artículo, así como de otros donde denuncié las pretensiones totalitarias de Trump. Y de continuar con sus indagaciones, podría desvelar que, durante años, viví en un limbo migratorio a causa de un accidentado proceso de naturalización. ¿Bastaría una de esas dos razones para despojarme de la ciudadanía estadounidense y expulsarme del país? Lo que hace unos meses parecía inverosímil, es ya probable.
Me remito como prueba a esos residentes y visitantes extranjeros que, como mencioné, han perdido su estatus migratorio por el simple hecho de haber criticado o mofado de Trump. O a que el presidente esté amenazando con deportar a varios estadounidenses naturalizados cuyas opiniones le resultan incómodas, como las de la comediante Rosie O’Donnell; el candidato a la alcaldía de New York, Zohran Mamdani, e incluso Elon Musk, el que fuera su mayor aliado hasta hace unas semanas.
Hay residentes y visitantes extranjeros que han perdido su estatus migratorio por haber criticado o mofarse de Trump
Imaginemos que ese futuro en el que me convierto en un “deportable” se hace realidad. Es aquí donde la paradoja sale a la luz. Porque, de llegar a ese punto, tendría que regresar a Murcia para intentar reconstruir mi vida allá. ¿Y qué me encontraría al llegar? El mismo auge de la ultraderecha, el mismo nacionalismo exacerbado, los mismos llamados para expulsar a los inmigrantes y regresar a esa “pureza de sangre” que tanto limitó el progreso de España durante siglos. Además de que, en el colmo de la ironía, estaría residiendo cerca de Torre Pacheco, el municipio murciano donde estamos presenciando estos días una vergonzosa “caza del inmigrante” similar a la que vivimos en Los Ángeles.
Los contextos de estas dos abominables “cacerías” son diferentes, pero las motivaciones son las mismas. Los políticos españoles de ultraderecha, al igual que Trump, están azuzando el odio a los inmigrantes a fin de convertirlos en chivo expiatorio de todos los problemas del país. Y algunos, como los líderes de VOX, han llegado incluso a sugerir que se expulsen en masa a inmigrantes de segunda generación: es decir, aquellos nacidos en España —lo que en Estados Unidos equivaldría a que Trump despojara a mis tres hijos de su ciudadanía.

Una periodista permanece detrás de agentes de policía durante una manifestación convocada por grupos de extrema derecha tras cuatro días de protestas antiinmigrantes en Torre Pacheco.
Por suerte, mi experiencia como emigrante me hace inmune a la demagogia de estos reaccionarios. Porque es cierto que Estados Unidos me ofreció muchas oportunidades personales y profesionales, pero tampoco puedo obviar que yo, a cambio, le entregué mi esfuerzo, mi respeto a sus instituciones, mi aceptación de su forma de vida, además de que, con mi trabajo, contribuí al crecimiento de su economía.
Fue, por lo tanto, una relación simbiótica de la que ambos nos beneficiamos, tal y como ocurre con la gran mayoría de inmigrantes que llegan a España con la intención de trabajar, no de robar; que aspiran a integrarse en su sociedad, no a destruirla, y que lejos de empobrecer el país, ayudan a su enriquecimiento, tanto material como cultural.
De ahí que para alguien como yo, potencial candidato a “deportable”, resulte desconcertante y deprimente que la misma intolerancia y el mismo miedo al “diferente” siga creciendo así en Los Ángeles como en Torre Pacheco.
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